lunes, 7 de enero de 2013

Los pretextos son como las manchas del sol


 
Historias del desierto II

Los pretextos son como las manchas del sol

 
C. Virgil Gheorghius

 
Quedamos en que “el señor de los bucles” Dhu Nuwas, soberano del reino himyarita, habían mandado decir a los árabes cristianos del Nedjran que les invitaba a adorar el mismo Dios que él. Justo es decir que los árabes del Nedjran son menos pobres que los demás árabes. En primer lugar, su oasis se encuentra en plena ruta de las caravanas que pasan del Norte al Sur y del Oeste al Este. Todas las caravanas que atraviesan Arabia se cruzan en el Nedjran. Además, esos árabes tejen, y trabajan los metales. A la invitación del rey Dhu Nuwas, los árabes cristianos del Nedjran contestan con la cortesía que se debe a un soberano, pero con igual firmeza, que ellos aman mucho al Dios que tienen y que no es su intención cambiarlo por otro y abandonarlo. Quieren permanecer fieles al buen Jesús.

Al contrario de lo que ocurre con las plantas, la fe en Dios echa raíces más profundas y con mayor facilidad en el desierto que en las tierras fértiles. En el desierto, no hay obra humana ni natural que detenga la mirada, el pensamiento o el deseo de los hombres. Nada puede distraer al hombre de la contemplación de la eternidad. El hombre está en incesante contacto con el infinito, que comienza a sus mismos pies. Cuando el hombre se encuentra con Dios en el desierto, le permanece fiel para siempre. Y eso ocurrió entonces entre los cristianos árabes del Nedjran.

El rey himyarita buscó un pretexto para castigar aquella negativa. Y el pretexto no tardo en presentarse. Los pretextos son como las manchas del sol: los descubre quien quiere verlos. Mientras Dhu Nuwas preparaba su venganza, los ciudadanos del Nedjran siguieron rogando a Jesucristo, como se lo había enseñado el santo apóstol Bartolomé y los otros misioneros que pasaron por el oasis, perdido en el infinito de la ardiente arena. Los cristianos del Nedjran conservaban el recuerdo de un obispo llamado Pantheneo, que había cristianizado una región próxima al Yemen, y de un sacerdote misionero de Tiro, llamado Frumentius. Este último no sólo era misionero, sino también avisado administrador; y el rey de Sanaa le había rogado que accediera a ser su ministro de hacienda y su tesorero. Los cristianos del Nedjran conservaban ese recuerdo con piedad y fidelidad.

Muy pronto apareció el pretexto buscado por “el señor de los bucles” Dos niños judíos habían sido asesinados por unos desconocidos dentro del recinto amurallado de la ciudad de Nedjran. El padre de los pequeños acudió a quejarse ante el rey Dhu Nuwas. El soberano se dirigió de nuevo a los cristianos del Nedjran y les aseguro que perdonaría a los asesinos si los árabes abrazaban la religión judaica. El mensaje estipulaba categóricamente que no les quedaba otra esperanza de obtener el perdón.

El asesinato había sido cometido por un criminal desconocido. Y aunque se hubiera apresado al culpable, el asunto no se habría arreglado. En aquellos tiempos reinaba la ley del clan. El individuo no era responsable ni del bien, ni del mal que hacía. El individuo no existía ni desde el punto de vista penal, ni del civil. El clan respondía de los crímenes y deudas de cualquier persona perteneciente a él. Toda la colectividad del Nedjran era culpable del crimen. Debía ser juzgada y castigada como lo sabremos más tarde...    (transcripción: Saladín ibn Tanus)
 
 

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