Historias del desierto II
Los pretextos son
como las manchas del sol
C. Virgil Gheorghius
Quedamos
en que “el señor de los bucles” Dhu Nuwas, soberano del reino himyarita, habían
mandado decir a los árabes cristianos del Nedjran que les invitaba a adorar el
mismo Dios que él. Justo es decir que los árabes del Nedjran son menos pobres
que los demás árabes. En primer lugar, su oasis se encuentra en plena ruta de
las caravanas que pasan del Norte al Sur y del Oeste al Este. Todas las
caravanas que atraviesan Arabia se cruzan en el Nedjran. Además, esos árabes
tejen, y trabajan los metales. A la invitación del rey Dhu Nuwas, los árabes
cristianos del Nedjran contestan con la cortesía que se debe a un soberano,
pero con igual firmeza, que ellos aman mucho al Dios que tienen y que no es su
intención cambiarlo por otro y abandonarlo. Quieren permanecer fieles al buen
Jesús.
Al
contrario de lo que ocurre con las plantas, la fe en Dios echa raíces más
profundas y con mayor facilidad en el desierto que en las tierras fértiles. En
el desierto, no hay obra humana ni natural que detenga la mirada, el
pensamiento o el deseo de los hombres. Nada puede distraer al hombre de la
contemplación de la eternidad. El hombre está en incesante contacto con el
infinito, que comienza a sus mismos pies. Cuando el hombre se encuentra con
Dios en el desierto, le permanece fiel para siempre. Y eso ocurrió entonces
entre los cristianos árabes del Nedjran.
El
rey himyarita buscó un pretexto para castigar aquella negativa. Y el pretexto
no tardo en presentarse. Los pretextos son como las manchas del sol: los
descubre quien quiere verlos. Mientras Dhu Nuwas preparaba su venganza, los
ciudadanos del Nedjran siguieron rogando a Jesucristo, como se lo había
enseñado el santo apóstol Bartolomé y los otros misioneros que pasaron por el
oasis, perdido en el infinito de la ardiente arena. Los cristianos del Nedjran
conservaban el recuerdo de un obispo llamado Pantheneo, que había cristianizado
una región próxima al Yemen, y de un sacerdote misionero de Tiro, llamado
Frumentius. Este último no sólo era misionero, sino también avisado
administrador; y el rey de Sanaa le había rogado que accediera a ser su
ministro de hacienda y su tesorero. Los cristianos del Nedjran conservaban ese
recuerdo con piedad y fidelidad.
Muy
pronto apareció el pretexto buscado por “el señor de los bucles” Dos niños
judíos habían sido asesinados por unos desconocidos dentro del recinto
amurallado de la ciudad de Nedjran. El padre de los pequeños acudió a quejarse
ante el rey Dhu Nuwas. El soberano se dirigió de nuevo a los cristianos del
Nedjran y les aseguro que perdonaría a los asesinos si los árabes abrazaban la
religión judaica. El mensaje estipulaba categóricamente que no les quedaba otra
esperanza de obtener el perdón.
El
asesinato había sido cometido por un criminal desconocido. Y aunque se hubiera
apresado al culpable, el asunto no se habría arreglado. En aquellos tiempos
reinaba la ley del clan. El individuo no era responsable ni del bien, ni del
mal que hacía. El individuo no existía ni desde el punto de vista penal, ni del
civil. El clan respondía de los crímenes y deudas de cualquier persona
perteneciente a él. Toda la colectividad del Nedjran era culpable del crimen.
Debía ser juzgada y castigada como lo sabremos más tarde... (transcripción: Saladín ibn Tanus)
No hay comentarios:
Publicar un comentario